Se teme legítimamente el avance del islam radical y del yihadismo en los países del Magreb. Bien saben las autoridades europeas que la desestabilización de estos países, sobre todo Argelia y Marruecos,
puede producir un choque catastrófico sobre la frontera norte del
Mediterráneo y generar problemas insolubles de acogida de inmigrantes.
Lo que pasa en Siria, tanto como en Irak, demuestra la magnitud del reto
potencial respecto de los refugiados y, como consecuencia, de la
reacción negativa de las poblaciones europeas.
Sin embargo, este temor oculta, en los dos
grandes países del Magreb, la gravedad de la situación social y
económica. El paro, tradicional en las capas populares sin cobertura
social, se ha extendido desde 2008 a las capas medias; las reducciones
drásticas de subvenciones a los productos de consumo básicos
(aceite, pan, harina, arroz, leche), la desagregación de los servicios
públicos (hospitales, escuelas), pese a, al menos en Argelia, una política de subvención estatal;
la corrupción generalizada, el bloqueo de la movilidad social para los
jóvenes que llegan a un estrecho mercado de trabajo y la imposibilidad
de crear condiciones de transformación democrática del sistema político
generan una desesperanza existencial
que empuja a la gente a emigrar a cualquier precio. De ahí que en estas
últimas décadas, varios millones de personas hayan salido de Marruecos
en busca de una vida mejor en Europa o en otros continentes. Argelia,
cuya cuenca migratoria se había reducido desde los años ochenta, vuelve
desde 2008 a registrar una importante emigración
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